Diálogo entre Jartimás y Sosino
«¿Hallaste la otra mitad de mi sueño, Hodahós Sosino?», dijo Jartimás, el de la crin rubia, y lanzó un tenue relincho con la garganta, la garganta de un ser de figura tomada mitad del hombre y mitad del caballo.
Sosino suspiró. Movió en el aire círculos de fecunda preocupación, como fecundas son las semillas de calabaza esparcidas alrededor de las albercas: «Jartimás, llevo ya seis días cerrando los ojos de la noche al mediodía sin que se revelen imágenes visibles ni señales elocuentes en lo más profundo de mi imaginación. Se me confunde la hora del almuerzo con la de la cena. ¿Ves mi cintura? Mi piel ya no reluce. Es la delgadez que causa el desconcierto», y apostado en lo alto, a las puertas de la Gran Cueva, lanzó una mirada hacia los confines de la vasta llanura que se abría ante él.
«Sosino, ¿qué está pasando en la tierra de Haydrahodahós? La levadura del bienestar se ha agriado. El pan de nuestra certidumbre se ha agriado», dijo Jartimás, y meneó la cola, ahuyentando una de las pequeñas moscas de los helechos.
«Lo que está haciendo el Príncipe Zioni es intolerable. ¿Quién crees que le habrá inspirado esta chispa infernal? No hay en la historia de la tierra de Haydrahodahós ni en la historia de su aire —el aire de las Grandes Cuevas— ningún precedente en que un rey o un príncipe se complazcan en interrogar a la gente acerca de sus sueños, Hodahós Jartimás. La supervivencia, aquí, se está arruinando», dijo Sosino. Abarcó con su mirada el horizonte, hilvanado con la aguja de las llanuras. El tormento exhaló su aliento salado en los ojos de Sosino, que lagrimearon: «Me marcharé con mi familia de esta tierra. Aniquilaré en mi corazón toda nostalgia por este lugar».
La existencia elocuente calló. Los dos seres, medio hombres medio caballos, descendieron el montículo, coronado por el armazón de la cueva, hacia la llanura. Sus siluetas se confundieron con las de los labradores, diligentes en la lógica del cultivo y en entretener a las nobles hortalizas en sus campos.